Seleccionaron mi cuento "El juego" para su traducción por parte del
alumnado de la Universidad de Poitiersde (una de las universidades más
antiguas de Francia) de escritores latinos al francés, y formará parte
de un volumen especial de Lectures d'Espagne dedicado exclusivamente a
la Ciencia ficción.
EL
JUEGO
Un grupo de
jóvenes de cuerpos fibrados y extrañas pintas irrumpieron veloces por la jungla
urbana como una horda de felinos haciendo acrobacias. Corrían por las aceras
del centro ciudad haciendo una especie de carrera. Iban practicando parkour. Trepaban por las farolas y sorteaban los
obstáculos con la agilidad de un gato callejero. Parecían competir entre ellos
para ver quien era el que se colaba por más ventanas, y cuando salían de una
casa por otra, parecían más animados. Los peatones no eran más que obstáculos
que debían esquivar sin miramientos y de la forma más espectacular posible. Avanzaban
raudos por las calles y a lo lejos ya podían ver su objetivo. La enorme tienda
de juegos informáticos con la fachada de cristal parecía estar esperándoles. Un
par de calles antes de llegar uno de ellos, un moreno alto y bastante fuerte,
saltó hacia un balcón que tenía la ventana abierta. Marta, que iba precisamente a esa casa a
comer, lo vio y saltó agarrándolo por las piernas cuando estaba colgando de la
reja del balcón.
– ¡Tía suéltame! – gritó el chico
sacudiendo las piernas.
– ¿Tú de que vas? ¡Esa es mi casa so cabrón! – respondió Marta sujetándole
con todas sus fuerzas.
Los dos cayeron al suelo y rodaron por la acera. Aquel misterioso chico se
levantó como si nada y comenzó a correr de nuevo, pero Marta fue tras él, lo
cogió por la camiseta de tirantes y, tirando de ella con fuerza, volvió a
derribarlo.
– ¡Cabrón! ¿A dónde crees que vas? ¡Voy a llamar a seguridad! – dijo
Marta mientras trataba de conectar el móvil del reloj.
– ¡Déjame en paz! – dijo el joven tratando de zafarse de ella y
continuando la carrera.
Todos giraron la esquina del escaparate y entraron por un estrecho y
largo callejón que llevaba a los almacenes. Sus compañeros estaban a punto de
llegar al final de aquella desértica callejuela, pero él seguía forcejeando con
aquella rubia de ojos marrones. Por más
que lo intentaba no conseguía librarse de ella.
Miró el reloj e hizo un esprín final, pero solo llegó a tiempo de ver
como el último de sus compañeros pisaba sobre una pequeña plataforma verde
instalada ante la persiana metálica del almacén y se licuaba transformándose en
una especie de metal líquido que era absorbido por una placa con un extraño
logotipo situada en el centro de la plataforma.
Él se puso en la marca verde, pero no ocurrió nada. Repetidas veces pisaba aquella marca, pero
continuaba allí. Miró el reloj y vio que
ya pasaba algo más de un minuto del tiempo máximo y la partida había acabado.
De nuevo puso el pie sobre la plataforma pero esta vez se quedó inmóvil.
Marta se detuvo perpleja. No creía lo que veían sus ojos. Se acercó hasta
él extrañada. A ella le faltaba el aire
después del forcejeo y la carrera, pero aquel chico ni siquiera parecía
fatigado.
– ¿Qué ha sido eso? ¿Qué pasa aquí? – preguntó Marta algo confusa tras lo
que había visto, mientras se apartaba uno de sus rizos de la cara.
Aquel chico estaba mirando la puerta metálica, pero era como si no la
viera. Permanecía sobre la marca verde completamente inmóvil. Ni tan siquiera
pestañeaba. Tenía la mirada perdida y no parecía respirar. En aquellos momentos
aparentaba un maniquí.
– ¿Qué coño pasa? – le preguntó Marta tratando de hacer que la mirara.
Él permanecía rígido, su tacto era frío y sus ojos estaban sin vida.
Marta le miraba extrañada. Trató de hacerle reaccionar pero él permanecía allí,
en la misma postura ajeno a todo lo que le rodeaba. Marta le empujó mientras
seguía gritándole y lo sacó de la marca verde.
– ¡Qué me mires cuando te hablo! ¿Qué coño pasa? – repetía Marta.
De pronto en sus ojos se vio como un destello azulado que hizo que
cambiaran de color por un instante. Marta se sobresaltó al ver aquello y él volvió
a moverse.
– ¿Qué ha sido eso? ¿Cómo se puede haber tragado esa placa a tus amigos?
– preguntaba Marta alterada.
– Se ha acabado el tiempo y no he completado el recorrido. – respondió
vacilante el chico que seguía como ausente sin ni siquiera mirarla.
– ¿Tiempo? ¿Recorrido? ¿Y tus amigos qué? – preguntaba Marta sin dejar de
atosigarle.
– Se ha acabado el tiempo. – repetía el joven sin saber qué hacer.
– ¿Qué tiempo? ¿De que hablas? Tío, ¡te querías meter en mi casa! ¿Y qué
coño ha sido eso? ¿Qué ha pasado con tus amigos?
Aquel chico volvía a decir lo mismo una y otra vez sin moverse de allí.
– ¿Pero de que estás hablando? – Marta cada vez estaba más extrañada.
– De la carrera. He superado el tiempo límite. – contestó él empezando a
moverse de nuevo y mirándola a los ojos.
Marta estaba confusa. No comprendía de qué hablaba y eso la ponía
nerviosa.
– ¿Qué carrera? ¿Qué tiempo? ¿Pero de qué hablas? – preguntaba confusa
Marta.
– De la carrera. Estaba participando en la carrera de prueba y se me
agotó el tiempo. – insistió el joven.
Se habían oído rumores de que la empresa Ciberlive estaba desarrollando
un juego de realidad virtual que supondría una nueva era en el mundo de los
juegos, pero todo se llevaba con tal secretismo que nadie sabía de que trataban
las últimas investigaciones.
En el laboratorio de pruebas estaban muy nerviosos. Perdieron el contacto
visual del prototipo en el momento en el que el jugador fue apartado de la
plataforma. Ya no respondía a las órdenes ni podían ver con las cámaras de sus
ojos lo que estuviese viendo. Habían invertido demasiado dinero en aquella
tecnología como para perder ahora uno de los modelos de prueba. Podían
localizar sus movimientos por medio del chip localizador, pero no podían hacer
que regresara al laboratorio.
El jefe de equipo estaba muy preocupado y llamó al grupo de seguridad.
– Uno de nuestros prototipos está en la calle y hemos de recuperarlo. No
podemos permitirnos el lujo de que lo localice la competencia. Cuando perdimos el
control estaba en la puerta del almacén de la tienda, pero parece que se mueve.
– dijo alterado aquel hombre menudo y con gruesas gafas de pasta marrón.
– Necesitaremos un localizador y saber que es exactamente lo que hemos de
traer de vuelta. – dijo rotundo el jefe de seguridad.
Enseguida le facilitaron varios localizadores y distintas imágenes del prototipo
que debían recuperar junto con las características del personaje.
– Estos son los rasgos psicológicos del prototipo. Según la programación
debe regirse por ellos aunque ahora mismo no sabemos si estará conectado.
– Y ese prototipo ¿tiene vida propia? – preguntó el de seguridad.
– No es más que un conjunto de nanorrobots programados para que tengan
ese aspecto. Debe haber sufrido alguna avería porque ahora mismo parece
desconectado, pero sin embargo está en movimiento. – aclaró el científico.
– ¿Pesa mucho ese prototipo? – preguntó el jefe de seguridad mientras
examinaba las imágenes.
– Como una persona de su complexión. Es un nuevo material muy ligero que
simula perfectamente el cuerpo humano. – puntualizó aquel hombre subiéndose las
gafas con el dedo índice.
El jefe de seguridad repartió las imágenes y los localizadores a su
equipo y salieron del edificio.
– No hace falta que diga que es confidencial. ¡Y quiero discreción! –
exclamó el científico mientras veía como se alejaba el grupo de seguridad que
parecía ignorar sus últimas palabras.
Mientras tanto Marta y Abel continuaban dando vueltas alrededor de la
tienda. En esos momentos todo el mundo ya estaba comiendo en sus casas y el sol
bañaba las calles desiertas. No había tráfico y el silencio era rotundo.
– ¿Y ahora? – preguntó Marta mientras caminaba por la acera del
escaparate.
– No sé, es la primera vez que se prueba. Me he quedado atrapado aquí. –
respondió desconcertado aquel muchacho.
El sol le daba de lleno y se quedó allí unos instantes, con los ojos
cerrados, notándolo sobre él.
– Pero si te están manejando de alguna parte… vendrán a buscarte ¿no? –
preguntó Marta.
Abel estaba empezando a tener sensaciones. Notaba la calidez del sol, la
calma de una ciudad dormida, el olor a jazmín y azahar del perfume de Marta…
pero sus palabras parecieron inquietarle. Él se giró y la miró a los ojos.
– Sí, supongo que vendrán a buscarme. – dijo pensativo Abel.
– Entonces espera aquí y ya te recogerán. – sugirió Marta deteniéndose.
Abel también se detuvo. Estaba contrariado.
– ¡No! No quiero que me recojan. – protestó Abel.
– ¡Pero no eres una persona! ¡Eres un juego! ¡No tienes vida propia! –
exclamó Marta perpleja.
La negativa del prototipo mostraba cierta rebeldía. Se suponía que no
podía pensar ni tener voluntad propia. Debía seguir las directrices de quién lo
estuviese manejando.
– En el momento en que me empujaste de la plataforma fue como si saliera
de un trance. Durante la partida veía las cosas como si no fueran conmigo, era
como un espectador, pero ahora puedo sentir lo que veo y no quiero volver a lo
de antes. – dijo Abel con una mirada entusiasta que parecía muy humana.
Marta comenzó a preocuparse. Estaba ante algo que no sabía como definir y
que se había descontrolado. Podría ser peligroso y ella no quería estar cerca
por si acaso. Intentó irse pero Abel le cortó el paso.
– Has de ayudarme. Esto ha pasado por tu culpa. No puedes liberarme,
mostrarme la vida y dejar que me la quiten de nuevo. – le dijo Abel cogiéndola
por la muñeca.
Su mirada era más de suplica que de
imposición.
– ¡Pero eres un…! No se ni que eres.
Tú no tienes una vida, yo sí. – dijo Marta.
– ¡Pero quiero una! Quiero la
libertad de pasear bajo el sol, de oír el silencio, de oler tu perfume… Quiero
poder sentir todo eso. – reivindicó Abel.
– Pero no puedes hacer eso, no eres
real, no eres humano. Eres solo un juego. – respondió Marta.
– Y si no puedo hacerlo ¿por qué lo
deseo tanto? Ayúdame. – le pidió Abel.
Su mirada era demasiado humana como
para ignorarla.
– No puedo. No quiero líos y no sabría
que hacer. – respondió Marta.
– ¿Conoces algún programador
informático? – preguntó Abel.
– Sí, unos cuantos. – confirmó
Marta.
– Pues vamos a verlos ahora. A
cualquiera de ellos, del que más te fíes. – le pidió Abel.
Marta dudó por unos instantes, pero
finalmente accedió y reanudó el paso. Abel la siguió y cruzaron la calle para
bajar al metro. Era la forma más rápida de llegar a los sitios, aunque también
la más peligrosa. Las distintas bandas urbanas habían tomado los túneles y
debías pagar seguridad antes de entrar al vagón pero si no te metías donde no
debías y no hacías preguntas, podías llegar a tu destino.
Cuando llegaron al andén se
encontraron con un grupo de extraños personajes tatuados que les impidieron el
paso.
– ¿A dónde vais parejita? – preguntó
uno de los más grandullones.
– Afueras norte, junto a la vieja
refinería. – respondió Marta sin amedrentarse lo más mínimo.
– Son tres territorios. Quinientos
créditos, por cabeza. – dijo aquel tipo.
Natalia extendió la muñeca y le
pasaron un pequeño lector para cobrarlo de su chip de identificación.
– He dicho por cabeza. – dijo el
grandullón mirando a Abel.
Marta se lo quedó mirando y volvió a
extender su muñeca.
– Cóbramelo a mí. A este trayecto le
invito yo. – alegó Marta.
Aquel tipo volvió a pasarle el
lector y entraron escoltados por dos de ellos. En cuanto el metro paró los
cuatro subieron, se sentaron al fondo del vagón esperando a que arrancara. Abel
podía percibir el rancio olor del vagón y también comenzaba a sentir cosas no
tan tangibles, como la tensión de aquella situación y una inusual atracción
hacia Marta.
Todavía no habían salido de allí cuando
el equipo de seguridad llegó a la tienda. La señal del localizador era
demasiado débil y estaban tratando de ubicar su nueva posición.
– ¡Maldita sea! ¡Tiene que estar
por aquí! – protestó el jefe de seguridad que no hacia más que mirar los
localizadores.
– Como no esté en el metro… - sugirió uno de ellos.
Todos se acercaron corriendo hacia la boca del metro pero solo alcanzaron
a ver como salía. Gabriel, el jefe del grupo de seguridad, se acercó a los
hombres tatuados que controlaban el acceso.
– ¿Habéis visto a este tipo? – preguntó Gabriel mostrando la fotografía.
– Este es nuestro territorio, aquí no tenemos que dar explicaciones. –
respondió uno de ellos de muy mal humor.
– Solo sois siete. En tres minutos puede llegar un comando de cincuenta
hombres con armas sónicas y comenzar una guerra que no podréis ganar. Te lo
repito de nuevo. ¿Habéis visto a este tipo? – amenazó Gabriel con mucha
serenidad.
No les gustaban las amenazas, pero sabían que no era un farol porque
aquellos tipos estaban autorizados a hacer lo que les viniera en gana, así que
colaboraron de mala gana.
– Iba con una rubita a la zona norte, cerca de la refinería. Pagó ella. –
respondió aquel tipo mostrándole los datos de Marta.
Gabriel copió los datos automáticamente acercando uno de los
localizadores al escáner de cobro y el grupo salió corriendo en dirección a los
vehículos. Si se daban prisa podrían llegar antes de que pudieran perderse por
el laberinto de tuberías de la refinería.
Mientras, en el vagón ambos estaban callados mirando al suelo. El
trayecto era largo, pero ya habían pasado dos de los territorios difíciles. Al
detenerse en una de las paradas del último territorio, un grupo rival entró con
armas y comenzaron a disparar. Ellos se agacharon y Abel trató de cubrir a
Marta mientras oía la guerra que se había formado a su alrededor. En pocos
minutos la sangre salpicaba el vagón y los cuerpos de los heridos y muertos
cubrían el suelo.
– ¿Estás bien? – preguntó Abel preocupado.
Cada vez tenía más reacciones humanas. Marta asintió asustada y se
quedaron en el vagón agazapados. Ella le abrazaba con fuerza mientras trataban
de ocultarse. Aún faltaban dos paradas más. Se mantuvieron ocultos y en
silencio hasta que llegaron al final del recorrido. Entonces, cuando se
abrieron las puertas, salieron rápido de allí en dirección a la superficie. Les
extrañó no ver a nadie, pero tenían demasiada prisa por salir con vida como
para pararse a buscar a la gente.
Trataron de no hacer ruido y subieron a la superficie. Allí el paisaje
era desolador. Ni vegetación, ni casi edificios… solo tierra quemada y ruinas
por todas partes. Lo único más o menos en pie era el enorme complejo de la
refinería que se había convertido en lugar de refugio de los que trataban de
escapar del control poblacional y la represión del nuevo gobierno impuesto tras
la última crisis económica global.
Marta caminó hacia una de las enormes tuberías y accedió por una pequeña
escotilla al interior de aquel inmenso laberinto. Abel la siguió un tanto
inquieto. Recorrieron casi a gatas las complejas tuberías hasta que llegaron a
un sótano enorme. Allí había una especie de laboratorio informático con toda
clase de inhibidores y aparatos para disimular su existencia. Estaba custodiado
por gente armada, pero les permitieron el paso ya que conocían a Marta.
– ¿Está Toni por ahí? – preguntó Marta a uno ellos.
– ¿Pero no lo habíais dejado? – se extrañó aquel tipo.
– Es importante ¿está o no? – insistió Marta.
Aquel tipo le indicó con un gesto una de las puertas cerradas y ella
entró con Abel.
– Sí, ya se. Hace mucho tiempo, las cosas no fueron bien, no fue culpa de
nadie y todo eso. Quería presentarte a… por cierto ¿tienes nombre? – preguntó
Marta mirando a Abel.
– Abel, soy Abel. – respondió dirigiéndose a Toni.
– ¿Tu nuevo lío? – preguntó Toni sin hacerle ni caso.
– Tío, ¡vas a flipar! – exclamó Marta.
– ¿Por? ¿Acaso lo conozco y no me acuerdo de él? – preguntó Toni.
– ¡No es humano! – dijo Marta.
– ¿Qué? – se sorprendió Toni.
– ¿Te suena Ciberlive? – preguntó Abel.
– Pues claro. Son los cabrones que nos tienen controlados a todos con
esos malditos chips que nos implantaron para el censo poblacional.
– Pues yo soy unos de sus juegos, pero quiero dejar de serlo. No quiero
volver a perder la voluntad y ser un simple peón en su juego. Quiero liberarme
y necesito que me ayudes.
Toni no se lo podía creer. Era todo tan extraño… aunque de ellos se
esperaba cualquier cosa. Allí estaban a salvo, los localizadores no funcionaban
en esa zona y los túneles eran desconocidos para los que no habían trabajado
allí antes de la guerra que vino con la crisis económica.
Tras un rato de discusión y darle vueltas al asunto accedió. La idea de
hacerles perder el control de algo valioso era una cosa que le llenaba de satisfacción.
Llamó a unos cuantos colegas de su rama y escanearon a Abel. Todos
estaban perplejos. Sus nanorrobots habían formado una especie de ente complejo
que había tomado consciencia como ser individual. Debían desvincularlo de
Ciberlive lo antes posible pero desconocían como. Era la primera vez que se
encontraban con algo parecido y no tenían ni siquiera una teoría con la que
trabajar.
Finalmente decidieron probar algo muy arriesgado. Si salía mal Abel se
convertiría en una montaña de chatarra chamuscada, pero él lo prefería a volver
a ser un ser sin voluntad sometido a los caprichos de otros.
Por medio de una gran descarga eléctrica que fundió el localizador,
consiguieron aislar a los nanorrobots del ser que formaban, durante el tiempo
suficiente como para poder cambiar la configuración de su apariencia. Habían
conseguido los dos objetivos con existo. Ya no le reconocerían ni conseguirían
localizarlo, pero no podría quedarse en la ciudad ni Marta tampoco. Habían
unido sus destinos sin saberlo y ahora seguro que la tenían entre sus
objetivos.
– Marta ¿qué va a hacer? Es arriesgado que él se quede, pero si tú
regresas te interrogarán y pueden matarte. Podrías quedarte aquí, pero no
podrás salir de los túneles.
Marta miró a Abel. Su nuevo aspecto seguía siendo atractivo.
– Desactívalo. – pidió Marta extendiendo la muñeca.
Toni consiguió hacerlo y se despidió de ella. Ambos sabían que no se
volverían a ver.
Ahora Marta y Abel serían fugitivos, pero estarían juntos. Salieron de la
ciudad por las tuberías en busca de la libertad. Serían nómadas, pero libres.